El olor del bebé provoca en la madre un estado de embriaguez. Esta fragancia -mezcla de leche y líquido amniótico- desencadena en ella una serie de reacciones químicas en las que intervienen hormonas como las endorfinas, la oxitocina y la dopamina provocando intensos sentimientos: protección, amor, felicidad y plenitud, entre otras. Un instinto primitivo, mamífero, aparece. Ese mismo que nos hace decir “NO toquen a mi bebé”.
Ese mismo que no quiere que ningún olor ajeno pueda tapar al natural, al que nos hace reconocer a nuestro niño/a entre miles.
El olfato tuvo tanta incidencia en mi maternidad, era tan fuerte, que me despertaba una conducta casi “animal”. Al poner a mis hijas sobre el pecho pensaba … “si alguien las toca le muerdo la mano”.
Recuerdo también sus alientos a vainilla invadiendo todos mis sentidos, erizando mi piel.
Recuerdo tener la necesidad de amamantarlas mientras las observaba, las sentía “mías” llenándome el cuerpo de su calor. No interviene la razón. Si la podemos dejar a un lado, nos convertimos en madres. Madres “instintivas” -que no es poco, por cierto- trasladándonos a un lugar tan pronfundo que sólo lo puede despertar la naturaleza de parir.
